15 oct 2005

El hombre invisible


I
Durante todo este tiempo no he hecho otra cosa que autocensurarme
y ponerme máscaras para que usted crea que estoy autocensurándome
y poniéndome máscaras. Pero si se fija un poco verá la verdad.
Es más fácil dejar que los demás lo vean a uno
que verse uno mismo.
Le voy a sugerir a alguien que piense en esto.
Augusto Monterroso


Recuerdo la primera vez que fingí ser otra persona. Tendría unos once años cuando le escribí una carta de amor a mi madre. Intuía, con una lógica aberrante, que si lograba que mi padre tuviera celos, él dejaría de maltratarla. Juntos se acercaron a mí, ese día, y me enseñaron la carta. No dije nada; ellos tampoco. (mira al vacío) Guardamos un silencio decoroso lleno de interrogantes.

Mi segundo recuerdo es más común: alterar mi edad en el documento de identidad. Unos años más para poder bailar y beber cerveza no hacen daño a nadie. El arte de entrar a lugares prohibidos cobró un nuevo giro el día que olvidé mi carné de identidad en casa. No podíamos regresar, estabamos muy, pero muy lejos. Tomamos turnos para entrar con el carné de una amiga. Extraño fue que nadie notara la diferencia. (se rasca la cabeza)

Hablando de cervezas, las innumerables borracheras creo que no cuentan en este afán por enumerar mis alter-egos; beber hasta quedar inconsciente no clasifica en esa grandiosa mentira que es convertirse en otro. Lástima, tengo grandes historias de esos tiempos que tendré que reservar para otra ocasión. (se ríe) Pero dejemos las frivolidades de lado…

Recordemos los tiempos de la guerra, la clandestinidad, los cambios de nombres y claves secretas. Era demasiado joven, pero recuerdo haber conocido algunos comandantes y militares, amigos de amigos. Hablaban en voz baja, buscaban algo entre las sombras, salían sigilosamente. “Pelean por ustedes” recuerdo me dijo una vez el padre de mi mejor amigo. No sabía que pensar. (mirada en blanco, luego cambio repentino de humor)


II

Yo es otro.
Rimbaud


Aterricemos finalmente en el tercer territorio -después de la guerra y el sexo- más fecundo para la fantasía del anonimato: las artes.

En las artes visuales encontramos el combativo ejemplo de las estadounidenses Guerrilla Girls, quienes, desde 1985, asumieron seudónimos de importantes pintoras como Frida Kahlo. Aparecían en público con máscaras de gorilas y publicaban información que ponía en evidencia la discriminación de género en las esferas del arte. Su misión: ser la “conciencia del mundo de arte”.


En literatura hay grandes maestros de esta ficción de identidades, sobre todo en el teatro. Pero hablando de la vida de los escritores, tenemos como maestro a Fernando Pessoa y sus tres heterónimos, los poetas Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro Campos. Bioy Casares y Jorge Luis Borges, bajo los seudónimos H. Bustos Domecq y B. Suárez Lynch, escribieron buena parte de su obra compartida en un estilo particular y reconocible, alejado cada uno del propio. Augusto Monterroso confiesa en sus memorias haber publicado en México bajo el nombre de un personaje ficticio: E.T. o Eduardo Torres. En El Salvador nos encontramos con la dulce Lydia Nogales quien fuera en realidad la voz poética femenina del escritor Raúl Contreras.

Lo que podemos observar claramente es que anonimatos intencionales, en el estricto sentido de la palabra, hay pocos. Según el Diccionario de la RAE, anónimo es dicho de un autor “cuyo nombre se desconoce” y seudónimo es el “que oculta con un nombre falso el suyo verdadero”. Bonito juego de palabras. (Ver aquí la noticia sobre el más de medio millón de salvadoreños que no existen legalmente.)

¿Qué hay detrás de un nombre? Una distancia infinita: hacia atrás todo su pasado y hacia delante el camino que éste le extiende. El nombre es el depositario de la identidad de cada persona. Y para cada quien ese nombre evocará una suma de cualidades diferente que dependerá de los atributos que le tenga asignados de antemano. Recordemos el cuadro de René Magritte titulado Esto no es una pipa en el que pinta precisamente una pipa. Hagamos la prueba: Neftalí Ricardo Reyes Basoalto. Ahora: Pablo Neruda. Y sin embargo son la misma persona. Así como este hay muchos ejemplos, Claudia Lars: Carmen Brannon, Isak Dinesen: Karen Blixen.

Olga Santeliz Iturrieta en su Diccionario de Historia de Venezuela nos relata que “también Simón Bolívar se valió de los seudónimos en los avatares de su vida pública, utilizando el de J. Trimiño para firmar las sátiras contra José Domingo Díaz, en una “Carta al redactor de la Gaceta de Caracas” publicada en el núm. 56 de la Gaceta de Bogotá el 20 de agosto de 1820. El Libertador había utilizado “Un Caraqueño” para firmar su Memoria a los ciudadanos de Nueva Granada en diciembre de 1812 y “Un Americano” para la Carta de Jamaica de 1815.”

Pero basta de lucir citas que no vienen al caso. Vamos cerrando ya este largo editorial.


III


…esta vez se desvaneció muy paulatinamente,
empezando por la punta de la cola y terminando por la sonrisa,
que permaneció flotando en el aire un rato
después de haber desaparecido el resto.
Alicia en el país de la maravillas
de Lewis Carroll


Como Cheshire, el gato sonriente de Charles Dodgson (nombre real de Lewis Carroll), queremos mostrar en este número algunos ejemplares del arte de ser otro.


Incluimos dos poemas de Lydia Nogales, el alter ego poético de Raúl Contreras con un extracto de la presentación realizada por Ricardo Lindo (quien por cierto también publicara un libro de poemas bajo el seudónimo de Jesurum) a la edición de la DPI, narrando con su familiar candor el misterio Nogales. Ahí mismo, en Palabras de Ultratumba incluimos un extracto de la magistral obra teatral de Alvaro Menén Desleal (quien en su partida de nacimiento figura en realidad como Menéndez Leal) Luz Negra, en que dos cabezas degolladas comparten un tierno diálogo.

En este número también, poemas de un maestro poeta de seudónimo Kijadurías. Breves textos, en los que la línea que separa al poema y la parábola, al poema y al relato mínimo, se disuelve tras un fino velo de seda oriental. Con muy pocos elementos, el poeta pone ante nuestros ojos mundos intensos, irónicos a veces, agobiantes otras, pero siempre de un acabado exacto y de un rigor de miniaturista. Palpita, en estos textos de Kijadurías, la conciencia de la brevedad de la vida, la ilusoria identidad del ser y esa posibilidad, siempre a la vuelta de la esquina, de ser otro, otros, sin que eso modifique ni mucho ni poco nuestro destino humano. Que disfruten.