15 nov 2005

Horacio Castellanos Moya

Baile con serpientes
Novela (extracto)

Me desvestí, completamente. Y, antes de tenderme sobre la manta, en el rincón de la cabina, busqué la botella de ron, a ver si aún quedaba un trago. Ya Beti estaba frente a mí, con la cabeza erguida, y la mirada comenzaba a extraviársele. Alcancé a meterme un trago en el momento en que ella comenzaba a deslizarse sobre mis muslos, rondaba cerca de mi miembro, y luego subía por mi pecho, lentamente, untándose a mi piel, hasta que su cabeza empezó a restregarse en mi cuello, bajo la oreja, excitadísima, mientras su bajo vientre frotaba mi pene y mis testículos.

-Qué rico… -murmuró.

Y su cuerpo se enroscó por debajo de tal manera que circundó mi miembro, apretándolo, con movimientos envolventes, giratorios, y yo apoyé mi mano izquierda sobre la cabeza de ella, para acariciarla, mientras con la derecha le sobaba esa curva con la que prensaba mi pene.

Y entonces me hice a un lado y ella quedó en el piso, su cuerpo tendido cuan largo era, y comencé a lamerla, con fruición, enterita, primero su pecho, luego el vientre, y fui bajando hasta llegar a su cola. Ella gemía, diciéndome que jamás había sentido algo así. Yo me había puesto en cuatro patas, para lamerla mejor. Y en ese momento fue cuando Carmela, con su temperamento impulsivo y su cuerpo breve y delgado, se enroscó de golpe a mi miembro colgante, como una lapa, y empezó a circular alrededor de él, sin dejar de presionarlo, engolosinándose en mi bálano, llevándome a tal grado de excitación que me hizo caer al piso, pidiéndole por favor una tregua, que me soltara un instante, porque si no me vendría en el acto. Contuve mi respiración para intentar detener los espasmos: apenas unas gotitas de semen salieron de mi pene palpitante.

Beti estaba tendida, recuperándose; Carmela se había hecho a un lado, jadeante, muchacha de emociones virulentas.

Sólo Loli permanecía inmóvil, larga y delgada como era, con su cuello erguido, y su semblante tímido, delicado. La ví a los ojos; me sostuvo la mirada. Ella era la que más me gustaba, sin ninguna duda, la que me movía algo en el plexo, de la única que hubiera podido enamorarme.

Fui hacia el bote para acabar con el poco de coca que aún quedaba: aspiré una línea y me unté el dedo para darles a ellas, las muy glotonas, que pedían más y más.

Volví a ver a Loli.

-Quiero con vos… -le dije.

Bajo la vista.

-Yo también –musitó-. Pero me gustaría que pusieras música.

Alcancé la radio.

-Tengo ganas de bailar con vos –dijo.

Le expliqué que la cabina era muy baja; yo no podría bailar, a menos que lo hiciera de rodillas.

-Salgamos… -propuso.

Salí, desnudo, ansioso, con la erección más templada. Puse el radio en el suelo de tierra y sintonicé una canción de los Beatles titulada “Dear Prudence”. El sol, aunque lateral, pegaba con rigor todavía. Ella subió por mi cuerpo hasta recostar su cabeza sobre mi hombro; su cola se enrollaba suavemente alrededor de mi pene. Apoyé mis manos sobre su espalda. Y estuve besando su cuello, tiernamente; y era como si el movimiento de mis labios se transmitiera en forma directa a mi pene, tal era nuestra compenetración. Nos desplazábamos suave, acompasada, lentamente, como protagonistas de un antiguo ritual.

-Podría enamorarme de vos, como no te imaginás… -le susurré.

-Yo también… -dijo, presionando mi pene con su piel untuosa-. Y me encantaría pasar bailando con vos toda la tarde.

La canción terminó.

Beti y Carmela se habían subido al capó del Chevrolet y comenzaron a golpetearlo con sus colas, a ritmo de aplauso.

-¡Qué lindo!... –exclamó Beti-. Yo también quiero bailar.

Carmela propuso que yo bailara una pieza con cada una de ellas; la tarde estaba preciosa, y debíamos aprovechar que el cementerio de autos era todo nuestro.

Loli me había soltado y ahora subía al capó, un poco apenada, me pareció, porque habíamos sido demasiado evidentes, y las otras dos habían notado que entre ella y yo fluía algo más que el puro deseo. Pero Beti ya venía hacia mí, para que bailáramos la canción que comenzaría en cuanto ese locutor estúpido cerrara la boca.

-Qué rico… -repitió.

Y tuve que plantar mis dos pies con solidez sobre el suelo, porque hizo una maniobra que le permitió frotar simultáneamente mi pene, mis testículos y mi ano, en una especie de carrusel lúbrico; el vértigo fue tan súbito y tremendo que tuve que apoyarme en el auto. Pero entonces empezó aquella vieja canción de Eric Clapton, “Layla”, y Beti subió a recostar su cabeza sobre mi hombro.

-¿Te gustó? –preguntó.

-Claro –le dije, mientras nos desplazábamos al ritmo agudo de Clapton-, nunca había tenido semejante sensación.

Pero había algo, una incomodidad, un distanciamiento: el hecho de que yo había optado ya por una muchacha que ahora observaba desde el capó, con un dejo de tristeza, la manera como me cebaba con su amiga. Lo que no impedía, por supuesto, que mi excitación persistiera, que mi cuerpo vibrara untado a la carnalidad de Beti.

La canción terminó.

-Es mi turno –dijo Carmela.

Pero la siguiente canción no era para bailarla de cachete pegado, sino para brincotear, o al menos eso creí yo, y lo propuse, sin ninguna gana de fastidiar a Carmela, de tal manera que empezé a moverme al ritmo de Police, cantando el estribillo que decía “Walking on the moon…”, mientras ellas se erguían frente a mí, balanceándose, tarareando, entusiasmándose cada vez más, bordeando el éxtasis, como si realmente estuviésemos caminando sobre la luna, bailando entre los cráteres, hasta que hubo un segundo en que, cuando la canción estaba a punto de finalizar, logré detectar nítidamente el ruido de un helicóptero que se acercaba rasante.

¡Y fue como un luzazo!

Les grité que entraran de inmediato al Chevrolet.

A toda prisa saqué la manta de la cabina y la coloqué sobre el techo del auto.

Y me puse a tirar frenéticamente tierra, cenizas y desperdicios sobre el capó y el baúl, a fin de camuflar ese amarillo delator.

Ellas habían entrado espantadas, a esconderse en esos meandros de la carrocería en que aún se me perdían.

Yo seguí camuflando el auto hasta que creí que el helicóptero ya casi estaba sobre mí y entonces me lancé hacia adentro, jalando la portezuela.

Me acurruqué en el centro de la cabina, a esperar lo peor; que la nave se posara sobre el Chevrolet amarillo y de inmediato empezara el ametrallamiento, los bombazos y el fuego de los lanzallamas.

Pero el helicóptero, a bajísima altura, voló en círculos alrededor de la huesera, luego se mantuvo suspendido en un par de posiciones, una vez muy cerca de nosotros, escudriñando entre aquellos centenares de autos, y en seguida alzó vuelo.

Yo permanecí paralizado varios minutos, incluso cuando el ruido de la nave se perdía en lontananza y volví a escuchar el radio que había quedado encendido. ¿Nos habrían detectado y su retirada era nada más una estratagema para que nos relajáramos y entonces sí sorprendernos contundentemente?...

Me acosté; mi corazón estaba aceleradísimo. Me urgía un trago. Busqué infructuosamente en los rincones; las reservas de alcohol habían fenecido. Pero encontré otra bolsita de coca, aunque más pequeña; el tal Raúl Pineda, después de todo, nos había sido obsequioso. Me preparé unas líneas mientras ellas salían de sus escondrijos.

-¿Qué fue eso? –preguntó Beti.

-Nos andan buscando –dije-. Quieren exterminarnos.

-Qué susto… -comentó Loli.

Localicé el carrete hecho con la carta de Aurora a don Jacinto y me receté tremenda dosis. Ellas me pidieron del polvo mágico, con vehemencia, porque el susto las había dejado apachurradas. Les di lo suficiente como para que unos minutos más tarde Beti me rogara que trajera el radio, para que continuásemos bailando, aunque yo tuviese que hacerlo de rodillas, dentro de la cabina. Y fue la gangosa y potente voz de Jim Morrison, entonando “Riders in the storm”, la que me devolvió el sosiego, la energía y luego el contento de estar con ellas, de tener a Loli a mi lado, las tres nuevamente con el brillo en sus ojos y el rictus insinuante. Yo continuaba desnudo, sentado en el piso del auto; el helicóptero se había llevado mi erección, mis ganas de bailar, y la última dosis de coca había servido más que nada para exacerbar mi sed alcohólica. Alcancé mis calzoncillos, mi camisa, mis pantalones.

-¿Qué te pasa? –inquirió Beti.

-Voy a vestirme –dije.

-¿Por qué? – me preguntó Loli, con un dejo de tristeza, como para desarmarme.

No hallé qué decirle.

-Me he quedado con las ganas –musitó, suplicante.

Le pedí que se acercara. La tomé por la cabeza, cara a cara, mi vista penetrando en sus ojos claros, insondables. Y la besé en la boca. No se lo esperaba. Se enroscó en mi cuello, en mi tronco, en un ataque de júbilo, y bajó a frotarse en mi miembro, intensa, desaforadamente. Beti y Carmela tampoco se aguantaron: fueron sobre mí, con tal decisión y voracidad, que no tuve más alternativa que dejarme caer, acostado, de espaldas, con los brazos abiertos, mientras ellas realizaban su festín de lubricidad entre mi pubis y mi entrepierna, una danza de serpientes enfebrecidas que me condujo velozmente a los espasmos, al clímax, al aullido, al esperma borboteante.

Quedé exhausto, pero mi corazón galopaba, desbocado, como si nunca fuera a cansarse de semejante velocidad. Descansé un rato, quizás hasta dormí. Luego me fui incorporando, poco a poco. Encendí un cigarrillo. Me vestí, sin que ellas pusieran reparo, porque ahora dormitaban dulcemente. Necesitaba un trago, con urgencia, aunque fuera un paquete de cervezas. Salí del auto. Dentro de poco al atardecer comenzaría a insinuarse con sus anaranjados tenues. Caminé hacia el terreno baldío para salir a la calle. Pero me entraron unas súbitas ganas de cagar. Decidí mejor enfilar hacia la barda de atrás de la huesera, de la que estábamos más cerca y colindaba con la barranca. Estaba acurrucado, distraído, disfrutando de la defecación, cuando percibí una presencia a mis espaldas. Volteé. Era Loli, quien serpenteaba tranquilamente hacia mí. Sentí vergüenza de que me viera en esas condiciones.

-Estuvo lindo –dijo.

Asentí.

Me limpié con la carta de don Jacinto. Me arreglé los pantalones y busqué un boquete en la malla de alambre. Salimos al borde de la barranca; abajo, como a treinta metros, corría el riachuelo; al otro lado, pululaban las casuchas de una zona marginal. Me senté en el mero borde, de cara al vacío, con ella a mi lado.

-¿Creés que regresará el helicóptero? –preguntó.

Probablemente. La cacería apenas había comenzado y no cejarían hasta dar con nosotros.

¿Y qué haríamos sin nos acorralaban en ese cementerio de autos?

-Intentar huir –dije.

Era como si al celaje le estuviesen dando pinceladas naranjas, rosadas. Una brisa fresca, crepuscular, pegaba en ese filo de la barranca.

-Creo que hasta el lunes en la mañana estaremos tranquilos –musité.

Lancé una piedra hacia el fondo de la barranca.

-Te quiero… -me dijo-. Quiero estar con vos, que nada nos separe…

Guardé silencio, con la vista perdida en el horizonte. Posé mi mano sobre su espalda y la acaricié, tiernamente.

-Yo también te quiero –dije por fin-, pero ahora me urge conseguir un trago.