15 dic 2005

Luis Cardoza y Aragón

Del libro
Dibujos de ciego


A la deriva en un verde país de pequeños hombres de lava oscura, más oscura contra aquel verde de variadas voces, sol rechinante y espeso y dulce cielo de rabia azul metálica. Un pueblo pedernal y una tierra demasiado tristes, demasiado transidos de congoja y de color, sobre los cuales se unta la serpiente emplumada. En el universo verde, luminoso y cerúleo, el dios recién venido de la otra orilla se aclimata zahumado de copal y tiempo suspenso en apariencia: bajo el rescoldo de centurias codicia el ascua la hoguera. Ese fuego nunca extinto se animaba con el clamor que encendía tu casi adolescencia, inaudible para los demás, como los grifos de las estelas. Aquel pueblo, verde piedra muda, aquella noche hermética que al día siguiente se desborda en fanfarrias solares, pendían de tu cabello, a veces como primoroso pectoral, otras como juramento que te obligaba a rescatar la lumbre que hacíate manotear la sombra. Porque esa vida remota y naufragada era tu vida y te afirmaba perdiéndote en su laberinto, sin que lo supieras, oscura y ciertamente. Tu niñez, la vida del otro, hundida en ti, en tu largo sueño de tu larga noche de tu largo verano. Hundida y enconada, semejante a los pies de los dioses en los códices. Sientes que ese alud te sepulta como el puñetazo del sol al ciego de nación que recobra los ojos. Y, deslumbrado de tiempo, quisieras, niño nocturno, niño anciano, descargarte de esa carga, descifrar esa anudada serpiente de piedra y abrir tus ojos más allá de la noche redonda de la obsidiana. De pronto, encontraste algo de lo que te ocurría en el teatro total y fetal de Chichicastenango. Viste sus puertas que se abrían y cerraban. Y el nudo ciego era el mismo cuando deshacías lo andado, igual al que creías descifrar en tu laberinto de lava. Derribaste los ídolos, saliste del teatro fetal y desembocaste en lo único que tenía alguna significación: reducir tu pavor. En la tela en que perpetúas nuevas imágenes, vaticinando evoca tu memoria mítica. No realizabas la realidad en el sueño. Soñabas la realidad.

Lo imaginario –eso que acontece en alguna parte-, y lo real nunca se dan la espalda en la niñez recurrente, henchida de coherencia y metafísica, en que las cosas son más perentorias, inmediatas y concretas: guardan más brillo, más relieve y densidad. Una visión no sólo más potente, sino más virgen y como más acústica. Todo está escrito con tinta simpática que revelan los sentidos. Tu modelo no se halla atrás de ti, sino delante de ti. Visión que desearías libre de lo trivial y artificioso que la acechan al redimirla por ser común: palabra plena y exacta se requiere para transmitir las estructuras de la sensibilidad que no pueden darse con discurso lógico, la sustancia de los asombros, de las catástrofes microscópicas de inmensas repercusiones, de la comunicación con las cosas efímeras inmóviles en su eternidad: instantes preñados de gérmenes y ondas infatigables, por la voz sublimadora y fosforescente del recuerdo. Detalles insignificantes de la infancia que desnudan el rostro, tumultos de actos humildísimos que marcan la vida, con gratitud aparente, te asaltan con la asunción de penas y furias que íntegros los portan.

No crees que la imaginación alguna vez haya inventado algo. El espejismo de crear es recordar ahincadamente lo venidero. Pesca milagrosa en las anchas de humedad en el muro. Estás en ella, en su noche más hermosa que nunca. En su tiempo andrógino soliloquiando como cosmonauta, atrás de los objetos y las sensaciones, para rescatar, por fin, tu propio cadáver inseparable, minuciosamente soluble, en más vasta infinitud. La mente en blanco, como la página en blanco: entras en su laberinto, playas en las cuales revientan olas del mar loco. La marea te acuna, revuelca y desconcierta, hasta que tu mínimo cadáver flota mar adentro.