15 mar 2006

Árbol de miradas

de Luis Fernando Quirós
Jeanette Amit

La escritura, como todo ejercicio de arte, toma el lugar de la memoria, forma material que evoca algo que sólo vive como imagen en movimiento y cambio. Los objetos de arte se convierten en anclas de la memoria, de los caminos recorridos, de las miradas encontradas, en fin… del tejido de la vida. En esta novela, los recuerdos se convierten en vía de conocimiento: conocer es reconocer, como antes lo dijo Octavio Paz. Como sujetos creadores, salimos al mundo para buscar ese conocido desconocido que nos llama con voz silenciosa, que nos mira a través de las cosas que tocamos. Este texto nos propone otro nivel de comprensión que no corresponde a lo inmediato, sino a un proceso de elaboración que acaso podría llamarse “infraestructural” por su carácter oculto, silencioso, que encontraremos en las visiones confusas que Daniel, protagonista y principal narrador en Árbol de miradas, atisba como signos de algo en devenir, o de alguien todavía sin rostro. Esta forma de conocimiento conduce, como ninguna otra lo hace, a un nivel de apropiación y de participación de aquello que se conoce.

La novela se pregunta y nos pregunta por la capacidad del sujeto para decidir y hacer su vida. ¿Acaso sólo somos marionetas movidas por designios ajenos? La respuesta que yo identifico entre líneas, me hace pensar que aquello que nos mueve es algo así como el delirio del ser, que hay que aceptar para darle forma y voz, para hacerlo comunicable, para anclarlo al mundo como otra forma de existir nosotros en él. Se trata no del delirio como autoagresión, sino del delirio como amor al saber.

En la historia que Árbol de miradas nos ofrece, el destino siempre es movimiento y cambio, incógnita. El sujeto, como ser marginal que se sabe fragmento de una trama mayor que lo vive y lo significa, anhela participar del centro, del otro… Pero el tiempo es su adversario, aunque a la vez sea también posibilitador de la experiencia, que no es otra cosa sino un transcurrir. Al trabajo del creador también le corresponde la tarea de transformar el tiempo, como única forma de ampliar los límites de su espacio vital; búsqueda de un “pasaje sincrónico” a través del cual se supere la escisión temporal, se reponga la unidad de lo ahora separado. Aparece entonces un tiempo vivido como transtemporalidad, en el que las fronteras entre lo evocado y lo real se desdibujan.

Se reafirma la idea del aprendizaje que conduce a redescubrir un mundo en movimiento, en desdoblamiento continuo. Crear será extender la mirada hacia ese mundo otro en busca de compañía:

“no tenía rastreado el total de mi existencia, solapada tras el muro limítrofe que no me dejaba avanzar, que me impedía atisbar al otro, a quien se encontraba del lado opuesto de la muralla esperando por mí.”

El espacio/tiempo que nos presenta es un tejido de miradas. Como símbolo, la mirada se vuelve camino y espejo, punto de encuentro con el arte, la ciudad, la naturaleza, que aparecen personificadas dinámicamente a lo largo de la novela. Las cosas y seres devuelven la mirada que ponemos en ellos, así nos transfiguran, nos “atisban desde otra posición”. Bajo la mirada creadora todo se transfigura: tanto lo mirado como el que mira.

La propuesta que Quirós hace en su novela, lleva a pensar los procesos creativos a partir de una fuerte conexión, casi hasta el punto de igualarlas, entre vida y arte. Ambas son intentos de expansión y transformación del ser y de la materia, procesos de reconstrucción de lenguajes que cambiarán nuestra experiencia del mundo al crear otras conexiones de sentido. El arte es parte del intento humano por unir lo separado. Finalmente, tanto en la vida como el trabajo creador o el arte, lo más importante será el proceso como movimiento, aún más que la obra terminada, de la cual quizá siempre se escape esa presencia que inició la búsqueda. Si el camino existe es para que haya un caminante.